Así, si estos seres se conciben como «seres extraterrestres»
a manera de ejemplo, es decir, seres fuera de este mundo tangible y que, en el
mejor de los casos, serían entes finitos y corpóreos -cuya posibilidad parece
hoy reconocida- se podrá abstener el juicio ante la pregunta directa sobre dicha
existencia: «No sé si existen o no existen». Lo cual no me ubica en forma
maniquea como creyente o no, simplemente, agnóstico.
En la medida que el hombre crea en estos seres y se les
consideren próximos, por ejemplo, a los démones del Helenismo, y por tanto vinculados con determinaciones religiosas, la abstención de juicio podría estimarse
como un caso de agnosticismo ontológico.
El ejemplo clásico es la ecuación de Drake, que indica una forma de calcular la probabilidad de tomar contacto con seres extraterrestres. Esta podría considerarse próxima al agnosticismo ya que dicha ecuación es probabilística y no predictiva. Sin embargo, el «agnosticismo ante seres», o presentados como tales, encuentra su acepción por antonomasia cuando el ser, ante el cual se supone que se abstiene el juicio de existencia, es el llamado ser supremo,
El argumento central es el
siguiente: «No es posible demostrar racionalmente que los dioses existen; pero
tampoco que no existen por la imposibilidad de demostrar un negativo y por ello
la única postura racional es la abstención del juicio». Parecerá demasiado cerca
a alguna antinomia kantiana, una aberración de cierta meditación cartesiana o
simplemente la postura de Hans Kung.
Debo reconocer que hay un fallo en mi argumento y se
encuentra en la premisa implícita de la suposición que un ser supremo es posible y que, por tanto, tiene sentido referirse a el como si se tratase de
un sujeto cuya existencia o inexistencia tratásemos de demostrar. Es como tratar de demostrar la existencia o inexistencia de un árbol cayendo
es este momento en medio de un bosque en Papúa Nueva Guinea ante la presencia
de nadie. O que significa un Do Mayor para una persona sorda de nacimiento.
Por otro lado, lo que regularmente se pone en tela de
juicio, generalmente en la privacidad del pensamiento, es la posibilidad misma
de la existencia de un ser supremo que no puede estar situado en ninguna área o
categoría específica de la realidad que vemos en la cotidianidad.
Supuesta esta imposibilidad, no se puede tratar de
«demostrar la inexistencia de Dios», sino de demostrar la «inexistencia de su
idea»; por lo que el agnosticismo ontológico estará fuera de lugar y sólo podrá
ser reemplazado por el ateísmo, creencia desaparecida como institución en la oscuridad
de la edad media, que no es mi postura ante la vida.
También está el agnosticismo ante saberes, que llamo
«agnosticismo epistemológico», y lo entiendo como la suspensión del juicio ante
ciertos «saberes» o «valores» propuestos como verdades reveladas, dogmas, ritos,
etc. dados por una secta, Iglesia o grupo religioso, por tanto, estos saberes no
pueden ser derivados de la razón pero tampoco podrían ser impugnados por ella. Son campos diferentes. Es comparar peras y manzanas.
Los saberes revelados y ofrecidos como necesarios para la
«salvación», por ejemplo, son precisamente los saberes del gnosticismo, en atención a la secta de los «gnósticos» del siglo
II (Valentín, Carpócrates, Basílides, et al) que se consideraron a sí mismos
como depositarios de un saber revelado y soteriológico. Lejos estaban de saber que siglos después sus creencias serian barridas de la faz de la tierra por el papa Inocencio III cuando mando a masacrar a los Cátaros en la cruzada de los Albigenses.
Finalmente, el agnóstico ontológico, en el sentido epistemológico, es el que no acepta estos saberes revelados o propuestos pero tampoco los rechaza;
simplemente se inhibe o suspende el juicio creyendo saber, además, que esta
suspensión sobre «asuntos que tienen que ver con la religión» no afectan para
nada las decisiones sobre juicios prácticos de la vida privada y, sobre todo,
la pública. Y por eso es muy fácil vivir sin una religión. Una preocupación menos.