martes, 14 de julio de 2020

Ya mucho la verdad....

Desde hace ya varios años, las críticas al reggaetón abundan en todos los medios sociales por razones obvias de los conocedores de la música. Este esperpento musical, de mal gusto, consiste en una mala combinación de ritmo soso, repetitivo y exasperante; aunado a una mala vocalización saturada de auto tune. Este adefesio musicaliza una serie de antivalores como el fetichismo, la cosificación de la mujer, la apología al vicio y al delito, el machismo, la superficialidad y tantos otros elemento culturales nocivos.

La cadencia lírica recuerda al rap, aunque sin la crítica social, el ingenio y el arte que distinguieron a aquel género en sus inicios. La base instrumental esta diseñada para desinhibir emociones con el objetivo final es lograr el baile entre las personas. Lamentablemente ha sido en América Latina en donde este fenómeno surgió como un producto de la pobreza cultural. No solo nace de los más nefastos antivalores latinoamericanos, sino que los reproduce de manera masiva con su omnipresencia.

La crítica al reggaetón no solo es razonable, sino absolutamente necesaria porque la música hace cultura. Tan simple como eso. La música es capaz de desafiar valores en la sociedad como lo hizo Elvis en su momento al cantar música gospel o transformar la vida y el arte como sucedió con el movimiento hippie y la popularización del rock progresivo y psicodélico. Entender a la música como un simple producto cultural -sin repercusiones sociales- es subestimar sobremanera los efectos que esta tiene en la población.
                      
Lo alarmante del reggaetón es que a pesar de su nefasto contenido lírico ha logrado imponerse en la cotidianidad latinoamericana. No solo ha logrado superar en reproducciones al pop, sino que los artistas se han visto obligados a “reggaetonizar” su contenido para poder hacerlo competitivo en el mercado. Es entonces cuando hay que prestarle atención al fenómeno.

Si el reggaetón se encontrase únicamente en una subcultura, como el Trap, en un nicho caracterizado por el machismo, la superficialidad, lo vulgar y lo banal, no despertaría ningún interés crítico. Es el éxito masivo del mismo el que funciona como alarma, como claro síntoma de un mal que se reproduce continuamente y con creciente efectividad. Suena en los supermercados, restaurantes, antros, centros comerciales, las radios, la televisión, la publicidad, las discotecas, los festivales, las piñatas y las reuniones familiares: ha invadido básicamente todos los aspectos de la vida colectiva.

Los niños y jóvenes reciben a lo largo de su socialización este nefasto movimiento. La madres adolescentes y las que adolecen de buen gusto musical animan y aplauden a su hijas de 5 años cuando bailan reggaeton y hacen twerking en reuniones familiares. Los niños crecen con el concepto que la música se reduce a lo que el reggaetón les ofrece, lo cual no solo hace terreno fértil para incontables antivalores, sino que atrofia la sensibilidad musical de gran parte de una generación. ¿Quién podría sospechar que la música puede ser profunda y trascendental y sobre todo sonar bien cuando solo se has estado en contacto con el reggaetón?

La solución al problema empieza al darnos cuenta que el contenido musical no es inofensivo. Una vez que llegamos a ese entendimiento, la pasividad de opinión frente al reggaetón resulta, como mínimo, complicada e insostenible. Su omnipresencia debería incomodarnos. De hecho a mí me saca de mis casillas. 

Que lo absurdo y decadente se apodere de la normalidad es una señal alarmante. Internamente promueve desgarramiento y empobrecimiento del tejido social, al mismo tiempo que en el imaginario internacional predomina la percepción de el reggaetón como símbolo de lo latino, lo cual es denigrante y un calificativo injusto por su generalización imperfecta. No se trata de ser puritanos, sino de dar paso a la convicción de que merecemos cosas mejores en nuestro mundo cultural colectivo.

Gracias Ernesto Andrés Fuenmayor y Hablame24.com